Columna | Las revoluciones electorales

Home / Columnas / Columna | Las revoluciones electorales

De las tres reformas propuestas por el Ejecutivo, es decir, inscripción automática, voto voluntario y sufragio de los chilenos en el exterior, la primera es la más importante, pues el aumento del universo electoral determinará, posiblemente, un cambio político radical.

Si analizamos nuestra historia siempre las castas en el poder han hecho todo lo posible para limitar la expresión de la soberanía popular; la oligarquía fue partidaria del voto censitario y, posteriormente, del llamado “voto plural”, lo que significaba que quienes poseían mayor educación tendrían más votos que los ignorantes, de donde se podía colegir que el sufragio universal era inaceptable. El famoso ministro inglés, Benjamín Disraeli, le propuso a su cochero que ambos se abstuvieran de participar en las elecciones pues, supuestamente, el voto de cada uno de ellos valía igual. En Chile la oligarquía y la mesocracia intentaron, varias veces, imponer el voto plural – el voto de la gente más culta y profesional debería valer más que el de la plebe -.

El sufragio universal ha sido, históricamente, una conquista de los sectores progresistas, que otrora aterró a las castas en el poder hasta que llegó a domesticarlo y, por medio de argucias, como el cohecho y las leyes electorales, transformó este peligro de tigre, en un gato inofensivo.

Todo avance respecto al crecimiento del universo electoral ha sido posible gracias a que legisladores progresistas han sorprendido a las castas en el poder. En este artículo voy a referirme a tres grandes revoluciones electorales: la primera, la del voto femenino, desde 1949 hasta nuestros días; la segunda, del Bloque se Saneamiento Democrático, (1958-1973); la tercera, la del plebiscito de 1988.

Cada una de estas revoluciones ha tenido distintas duraciones a través de la historia: la primera –el voto femenino – se extendido por más de sesenta años; la segunda, la del Bloque de Saneamiento Democrático, apenas doce años; la tercera, la del plebiscito, fue la más efímera- sólo uno o dos años -.

La primera revolución- el voto femenino- ha tenido un desarrollo en cuanto a participación desde el 32,3% en las elecciones presidenciales de 1952, hasta el 52,58% en la de 2009, es decir, un 20% en un período de cincuenta y ocho años. Si estudiamos la proyección, veremos que el voto femenino ha ido en un constante aumento – 1958, el 35,1%; 1954, el 44,1%; 1970, el 48,80%; 2009, el 52,58%.

El peso del voto femenino no se condice con el número de mujeres candidatas: en 2009, para la Cámara de Diputados, postularon 356 hombres y sólo 73 mujeres; el número de senadoras y diputadas en ínfimo comparado con sus congéneres masculinos.

Las mujeres casi siempre han favorecido a los candidatos de derecha, salvo el caso de la candidatura de Michelle Bachelet. En 1952, el candidato Arturo Matte Larraín obtuvo el 27,8% de votación de mujeres contra un 25,9% de varones; en 1958 Jorge Alessandri obtuvo en 33,8% de mujeres, contra una votación de un 29,7% de varones; Eduardo Frei Montalva un 62,1% de mujeres contra el 49,2% de hombres; en 1970, Jorge Alessandri obtuvo el 38,4% de voto femenino, contra el 31,5 masculino.

En la transición a la democracia el voto femenino siguió favoreciendo a la derecha: Büchi obtuvo el 26% de mujeres y el 22% de hombres; en 1999, Lavín obtuvo el 50,5% de mujeres y Lagos el 45,3%; sólo Bachelet quebró la tendencia obteniendo el 47% de mujeres y el 44% de hombres.

En la última elección de 2009, sólo en el caso de mi candidatura se marcó un predominio de votos femeninos sobre los masculinos: Eduardo Frei obtuvo el 30,48% de hombres y el 28,83% de mujeres; Sebastián Piñera, el 43,93% de hombres, y el 44,16% de mujeres; Marco Enríquez-Ominami, el 21,33% de mujeres y el 18,74 de hombres; Jorge Arrate, el 6,83% de hombres y el 5,67% de mujeres.

Considerando que el voto femenino tiende a aumentar, éste será decisivo en las próximas elecciones, sin embargo, aún queda un largo trecho para que haya una equivalencia de género en el Parlamento y en las demás reparticiones del Estado.

La segunda revolución es la del Bloque de Saneamiento Democrático (1958). A fines del segundo gobierno del octogenario general, Carlos Ibáñez del Campo, se formó una mayoría parlamentaria conformada por los partidos Radical, Agrario Laborista, Democratacristiano y Socialista, la cual se propuso aprobar tres leyes contra la obstrucción por parte de la derecha: la derogación de la Ley de Defensa de la Democracia, la Ley Electoral que instauraba la cédula única y permitía terminar con el cohecho, y una reforma administrativa para modernizar el Estado, propuesta por los radicales.

La reforma electoral más el voto de los mayores de 18 años y analfabetos, aprobada en 1971, permitió un crecimiento explosivo del universo electoral: en 1958 estaban inscritos en los registros electorales 1.521.272 electores, lo que equivalía a un 33,8% de las personas en edad de votar; en 1964, 2.915.121 ciudadanos, que representaba un 61,6% de las personas en edad de votar; en 1970, 3.589.747, lo que equivalía a un 69,1% de las personas en edad de votar.

Si lo vemos en el largo período histórico, en 1870 sólo el 3% de las personas en edad de votar estaban inscritas; en 1915, el 4,2%. En el período oligárquico mesocrático, en 1932 el 15%; en 1942, el 17%; en 1952, el 29,1%.

Esta revolución del universo electoral estuvo íntimamente relacionada con el aumento de las fuerzas de centro y de izquierda, en los distintos electorales; en 1912, la derecha tenía 75,6% de votos; el centro, 16%; la izquierda, 0% de votos. En 1941, la derecha un 33%; el centro un 32%; la izquierda un 28%. . En 1965, la derecha un 12,5%; el centro, un 49%; la izquierda, un 29,4%. En 1969, la derecha, un 20%; el centro, un 36,3%; la izquierda un 34,6%. En 1970, la derecha, un 24,8%; el centro un 29,1%; la izquierda, un 44,8%.

A partir de la eliminación del cohecho y de las leyes que permitieron el aumento electoral, las fuerzas de centro y de izquierda crecieron en detrimento de la derecha.

La revolución del plebiscito de 1988. En ese período se logró la inscripción de más de siete millones de ciudadanos lográndose el 89,1% de las personas en edad de votar, y un bajo porcentaje de votos nulos y blancos. Sin embargo, este altísimo nivel de participación apenas pudo mantenerse hasta la primera elección presidencial, en 1989.

Posteriormente, de 1989 hasta el 2009 tenemos un estancamiento del padrón electoral que, en veintiún años, apenas ha crecido de aproximadamente 7.500.000 a 8.000.2000 los inscritos en los registros electorales.

El padrón es cada día más viejo y discriminador: de los 18 a los 29 años de edad, sólo está inscrito un 9,20%; de setenta años y más, el 12,12%; 30 a 39 17,02 % de 40 a 49 años, el 27,9%; de 50 a 59 años, el 20,65%; de 60 a 69 años, el 13,62%. Esta distorsión etaria del universo electoral explica por qué la mayoría de los políticos privilegian los clubes de la tercera edad, desinteresándose por los jóvenes, lo que indica que los partidos son organizaciones decadentes y se inclinan hacia la senectud demostrando una enorme incapacidad para renovar cuadros políticos.

En el plano territorial, el padrón es completamente centralista – la Región Metropolitana tiene el 37,45% de los electores; la VIII, el 13,22%; la V, el 11,21%, es decir las tres Regiones principales suman más del 60%, haciendo imposible toda forma de federalismo atenuado y de representación de las Regiones en los Órganos de decisión-.

Como el universo electoral está viejo, cautivo y estancado – como las aguas servidas – los representantes están asegurados de conservar sus cargos, en muchos casos, por veinte años seguidos, sin que el candidato retador tenga alguna posibilidad de desplazar al dueño del curul parlamentario.

En un padrón electoral como el actual la abstención es mucho más baja que en el período republicano: en 1970 fue de un 16,5%; en 1989, de un 5,5%; en 1993, un 8,7%; en 1999, un 10,1%; en 2005, un 12,3%. Es difícil saber en qué grado influye el terror a la multa – aun cuando todos sabemos que no se aplicado jamás en Chile- creo mas bien que la baja abstención tiene explicación en un electorado anciano y cautivo, o a formas de clientelismo, diferentes del cohecho de comienzos del siglo pasado, pero no menos eficiente.

De aprobarse la inscripción automática podría sufragar el 100% de las personas en edad de votar, es decir, 12 millones de electores, con una importante cifra de jóvenes y, ojalá, una vez que se supere el bloqueo propuesto por los ultraconservadores de derecha e izquierda, puedan también hacerlo los chilenos residentes en el exterior, es decir, aproximadamente unas 500.000 personas.

Esta revolución electoral obligaría a la casta política a reconcursar ante la ciudadanía que dejaría de ser el coto de caza, que se lo disputan como presa jefes de partido que se autodesignan, dando la impresión de ser más bien “señores feudales” que dirigentes democráticos.

El tema del voto voluntario ya está zanjado por la reforma constitucional -2009- apoyada por todos los candidatos presidenciales. El debate sobre el efecto sociológico del voto obligatorio o voluntario, o el tema filosófico del sufragio como derecho o deber, puede ser muy interesante, pero es completamente adjetivo respecto al efecto que tendrá la revolución provocada por la inscripción automática. Por lo demás, si bien existe el ejemplo de Colombia – voto voluntario y alta abstención – se le contrapone el de Suecia – voto voluntario y alta votación -. La coacción de la multa no tiene ningún efecto en países como Uruguay y Brasil; en este último país es tan bajo el monto que no incita a nadie a votar.

El gran diplomático chileno Marcial Martínez planteaba, como solución al cohecho individual, que el Estado tuviera el monopolio de esta mala práctica. Pienso que una solución para los efectos económico-sociales del voto voluntario podría ser que este fuera completamente libre en el caso de los grupos de alta escolaridad y obligatorio para las personas que reciben ayuda social, es decir, exigirles comprobación del voto en el momento de gestionar o de recibir algún subsidio del Estado.

En la época republicana, hasta 1973, la inscripción era obligatoria y, para realizar cualquier trámite, se requería un certificado de ciudadanía, expedido por el Registro Electoral. Lo absurdo es que, en la actualidad, la inscripción es voluntaria y el voto obligatorio, inspirado en una mentalidad dictatorial, caracterizada por el menosprecio a la soberanía popular.

Si el sufragio es obligatorio y un deber cívico, sería una estupidez sin nombre permitir a las personas el renunciar a su inscripción en los registros electorales, una proposición muy torpe de quienes se han pronunciado por el sufragio como un deber. A mi modo de ver, la ciudadanía es ineludiblemente irrenunciable y no así el voto, que debe ser ejercido cuando los candidatos logran demostrar capacidad de liderazgo y atraer a los electores.

En el caso del sistema binominal, al 92% de los sillones parlamentarios están repartidos de antemano – incluso, hay casos como el de la X Región, donde compiten dos candidatos designados por sus respectivos partidos- en esta situación, la protesta puede expresarse por el voto nulo, blanco y abstención y por supuesto el no votar, que es otra forma de votar, y no constituye ninguna flojera negarse a ser parte de semejante mascarada antidemocrática.