Por: Marco Enríquez-Ominami
Era el año 2006 cuando, entre los albores del “Gobierno ciudadano” de Bachelet y las marchas pingüinas, se publicaba un libro que serviría como resumen de una época: “Que gane el más mejor”, de Patricio Navia y Eduardo Engel.
El libro comenzaba con la parábola de la mujer trombonista, que cuenta sobre cómo, gracias a la introducción de una cortina, para separar al jurado de los músicos, que se había empezado a usar para evitar suspicacias en las audiciones para los puestos en filarmónicas y orquestas, estas se habían llenado de mujeres, pero no solamente para tocar “instrumentos femeninos” como el oboe o el violín, sino que, narra también, las caras de asombro de directores de orquesta al ver que, quien les había fascinado al trombón en la audición ciega, no era el esperado músico fornido y gordinflón, sino que una mujer “de apariencia frágil”.
La moraleja para al menos cinco o seis generaciones de políticos-liberales-progresistas-tecnocráticos, era simple: Bastaba con ajustar una cortina entre el competidor y el jurado, para asegurar el éxito de la meritocracia.
Y esa cortina no era otra cosa que buenas políticas públicas que llevarían al Estado hasta su “modernización”. Ese fue el norte por décadas: el diseño de un estado eficiente que igualara la cancha y la competencia pudiera dar un sentido legítimo a las, ahora sí, meritorias desigualdades sociales.
Hoy vemos que ajustar esa cortina requiere menos del voluntarismo técnico y buenas ideas, y más voluntad de poder y unidad política. Porque esa trombonista, para pararse tras esa cortina y tocar, tuvo que llevar antes a los niños a la escuela, hacer la comida y el aseo, mientras que el mofletudo trombonista no.
El joven de Maipú, que logró entrar en una universidad de prestigio en Chile, deberá competir por una beca al salir de su carrera, parado tras una cortina de exigencias, en contra de ese otro joven de escuela privada que aprendió inglés en primero medio.
¿Estaban equivocados todos estos tecnócratas concertacionistas? No. Pero tampoco estaban en lo cierto. Todos nos creímos la promesa del mérito y que la dignidad estaba en el individuo y su sacrificio.
Pero no podemos bañar la guagua y botar el agua sucia con guagua y todo. Sería absurdo pensar en dinamitar la técnica, el mercado o el mérito.
Lo que debemos hacer, y es nuestra propuesta, es empujar desde la voluntad y la unidad política, un nuevo lugar para la dignidad de todos.
La dignidad no como responsabilidad del individuo, sino del Estado.
Y para lograrlo se necesita un cambio político, donde el Estado pueda recuperar su compromiso de dignidad con sus ciudadanos y el control de la salud, la educación, las pensiones y el trabajo.
Por eso decidimos aunar nuestras voluntades. Lo que hemos hecho es un acuerdo que nos supera. Porque es un acuerdo por la dignidad.