El futbol, siúticamente llamado pasión de multitudes, tiene el mérito de develar, en pocos días, la psicología oscilante de las masas. Recién terminado el encuentro mundialista con España, la euforia era tan descomunal, pues nos creíamos el mejor país del mundo, que nos hacía olvidar, como el pio, por un instante, todos problemas político-sociales que nos acosan a diario – ya nadie se refería al record chileno en desigualdad entre los países de la OCDE, ni cundía la campaña del terror, que está logrando enganchar, incluso a los padres de familia con la reforma educacional y, por primera vez, no hubo confusas declaraciones del ministro Eyzaguirre, a las cuales nos tenía acostumbrados -. Como en la Jauja medieval, la mayoría de los chilenos con los bolsillos vacíos, se sirvieron suculentos asados, dignos de reyes y nobles – que, en este país, son los políticos -.
No es la primera vez en nuestra historia que el fútbol logra imponer una tregua en la encarnizada lucha política: en 1962, Alessandri, en plena crisis de inflación, el campeonato mundial logró adormecer las penurias; en 1973, antes del golpe militar, ocurrió algo similar con el triunfo de Colo Colo, éxito que por unos días paralizó el enfrentamiento político. Afortunadamente, en estos pocos días de asados y vino los cronistas deportivos, que para mí son geniales – Carcuro, Bonnini, Palma, Guarelo, y otros, todos genios de la estadística futbolera, mil veces mejor informados que el director del INE y que cualquier maestro en historia – logran silenciar a los opinólogos políticos que, por lo demás, son bastante mediocres en conocimientos de esta actividad – ya no existen, por desgracia, los Hernández Parker y los Hernán Gamonal, entre buenos -.
Chile es el país de los héroes derrotados: José Miguel Carrera, Manuel Rodríguez, Arturo Prat, José Manuel Balmaceda, para citar sólo algunos mártires, que murieron en plena derrota quizás, el único triunfador podría considerarse al caudillo mapuche, Lautaro, que aun cuando no fuera del todo verdad, se dio el lujo de comerse unos anticuchos de corazón, del conquistador español, Pedro de Valdivia – esta hazaña ha sido el sabroso pan caliente que pasaban por las narices a los pobres españoles derrotados -. Nuestros nuevos héroes son grandes “gladiadores”, título que les ha conferido la Prensa chilena: el entrenador Sampaoli podría engañar a los incautos haciéndoles creer que es un gran jefe de inversiones del Banco Santander; Arturo Vidal, es el rey Arturo, de los “caballeros de la mesa redonda”; el pit bull Gary Medel, es un “lord inglés” – afortunadamente, ellos no se creen el cuento, que sólo un abuso del mercado que corrompe el futbol.
La euforia también desato la estupidez nacional – el clasismo, el racismo y chauvinismo – que, por desgracia, caracteriza a las castas que dominan este país; por ejemplo, la señora maría Luisa Cordero, por televisión trata de indios y feos, especialmente a Sánchez, Vidal y Medel grandes jugadores actuales de futbol. Luis Dimas trata al árbitro del encuentro con Holanda de “negro simio”, sumados a los epítetos de los hinchas, que no bajan de tono.
No pretendo declararme docto en psicología, pero pienso que muchos de los humanos padecemos de enfermedades bipolares: pasamos de un minuto a otro de la euforia máxima a la depresión. Con la derrota ante Holanda reaparecen todos nuestros fantasmas pues, en este caso, “todos somos perdedores”: primero, se busca un chivo expiatorio, el árbitro Bakary Gassama, que “no nos cobró” dos o más penales y, además, permitió que masacraron a los chilenos a punta de patadas y agarrones; luego viene “la desesperanza aprendida”: vamos a perder con Brasil, pues es una constante; a continuación, apelan a las teorías conspirativas: los dirigentes de FIFA, a quienes catalogan de ladrones, más el árbitro, cualquiera que sea, se las arreglarán para que el esforzado equipo chileno pierda con Brasil.
De la noche a la mañana despertaremos de la embriaguez y opíparo banquete de manjares y ambrosías, y volvemos a caer en la cruda realidad y en nuestra mediocridad política y problemas cotidianos – como pasar de una película de 3D a una de blanco y negro, es decir, nada que ver. Por desgracia, estos problemas “humanos, demasiado humanos” no los soluciona el psicoanálisis freudiano, y que el filósofo francés Michel Onfray probó su inutilidad en su famoso libro La caída de un ídolo, que deja a S. Freud a la altura del unto.