Vivimos momentos en nuestra sociedad de gran incertidumbre, las instituciones se ven cuestionadas, predomina la desconfianza con las autoridades. Se ha instalado la idea de que el poder se conecta con el abuso, la trampa y la falta de estándares éticos mínimos.
¿Que nos pasó? ¿En qué momento pasamos la frontera de la normativa y comenzamos a relacionarnos con la trampa? ¿Es un fenómeno nuevo, su origen es reciente? Es relevante poder contestar estas preguntas para avanzar como sociedad, sino la desconfiguración social y la duda sobre la integridad de los otros, se va a seguir acrecentando, y probablemente implique la consolidación de una sociedad altamente disgregada, sin cohesión y falta de sentido colectivo, donde lo común deje de ser relevante.
Como sostienen los historiadores, los procesos sociales requieren décadas y su incubación no siempre es posible de visualizar en un momento específico de la historia. Siempre es más fácil identificar el detonante que hace que el proceso se haga visible y explote.
Hablar del Chile de hoy nos obliga a mirar dos momentos históricos relevantes, acontecidos durante los últimos 50 años. La emergencia de una forma de entender el mundo en la segunda mitad del siglo 20 en Latinoamérica, en que la persona se ubicaba al centro y el Estado es un medio para la satisfacción de las necesidades básicas, donde se fortalece el tejido social, el sentido de lo comunitario, donde todos avanzamos juntos, en que lo colectivo se fortalece, en que lo central es la justicia social, y nos configuramos en torno a una identidad nacional que pone en la superficie valores asociados con equidad, integración y solidaridad. Esta forma de entender el mundo resulta amenazante para esa otra mirada que ve en la estatización, en el posicionamiento de un Estado fuerte, un enemigo al cual doblegar. Comienzan las diversas estrategias, apoyadas desde el norte del continente para barrer con todo lo que tenga olor a socialismo.
Chile, luego del golpe militar, activa procesos de transformación orientados a consolidar un modelo económico en que lo central es la disminución de la injerencia del Estado, donde el ámbito privado se vuelve fuerte, y comenzamos a entender el mundo con criterios estrictamente economicistas. Nos olvidamos de los rostros y comenzamos a movilizarnos por las cifras. Chile comienza su carrera al éxito. La pregunta que surge rápidamente es ¿qué éxito buscamos? La respuesta se torna univoca, lo material pasa a ser lo único relevante y significativo. Los chilenos comenzamos a generar instancias para sumar bienes materiales, el consumo se vuelve central.
Dejamos de mirar a quienes están a nuestro lado, sus intereses, necesidades ya no son las mías. Se consolidad el individualismo, se exacerba el éxito. La posición en la sociedad está determinada por cuanto se tiene. Se empieza a destruir lo comunitario. Dejamos de vernos como parte de un colectivo. El individualismo nos lleva al egoísmo, a la competencia exacerbada. Y se instala el “fin justifica los medios”. Ya no me importa la forma, solo el resultado. Entonces la trampa si puede ser un mecanismo valido. Esta forma de funcionar se consolidad en la clase política, en nuestras autoridades. Aquellos que lucharon contra la dictadura se olvidaron de sus banderas, de aquello que los movilizó. Comienzan un camino de degradación humana, en que el poder lo es todo. Cuando uno se pregunta cual fue “el éxito de la dictadura”, creo que más allá de la instalación de un modelo económico, fue la instalación de un modelo cultural, en que el éxito lo es todo, en que lo económico es lo central, en que el objetivo es lo único importante y la forma es solo un mecanismo.
Lo social dejó de importar, lo comunitario pasó a ser accesorio. La dictadura le pegó al alma de Chile, destruyó nuestra identidad. Lo que vemos hoy en nuestras autoridades es un proceso natural, esperable, lógico. Necesitamos un cambio. Como progresistas proponemos un nuevo modelo cultural. No buscamos presentar un conjunto de propuestas, nos orientamos a una nueva configuración social/emocional en que nos podamos ver a las caras, en que las personas dejen de ser números, en que volvamos a conmovernos por el sufrimiento del otro, en que avancemos en dirección a un país que construyamos todos, en que el Estado brinde las condiciones para desarrollar una vida digna, y así reorientarnos a construir nuestra identidad. Ese país que soñamos. Libre, justo e igualitario.
Felipe Fuenzalida
Director Fundación Progresa
Psicólogo experto en temas de bienestar