Marco Enríquez-Ominami
Claudia Rodríguez Seeger
Rainer Maria Hauser
“La naturaleza es un hecho social”, Karl Marx.
Establecer relaciones entre órdenes distintos de cosas ha sido parte esencial de nuestro sistema cognitivo humano y, probablemente, el origen de nuestra diferenciación como especie. “Conocer es comparar”, decía Durkheim. Y así no todo resulte comparable, es también difícil no asociar aquellas dimensiones que nos envuelven en el cotidiano.
Al cabo, sólo tres órdenes fundamentales de relaciones nos convocan: con nosotros mismos, con el resto de la sociedad y con la naturaleza. El que se hayan articulado sobre el plano sincrónico de nuestra realidad, los “eventos extremos” del Norte y la evidencia de los vínculos entre las finanzas y las instancias que debieran regularla, nos permite contemplar un escenario de podredumbre generalizada.
Como este problema es global y no pasa día en que no haya “desastres naturales “y “fenómenos de corrupción”, debemos asumir que tres condiciones comunes envuelven las dimensiones de economía, política y ciencia, que configuran estos ámbitos distintos, pero coincidentes: el momento tendencial hegemónico de desregulación del modo de acumulación capitalista en el globo, las inconsecuencias de un discurso inmovilizado por las fuerzas de la economía de mercado y una ciencia, que pese a tener la certeza y las capacidades tecnológicas para provocar conciencia y adaptación, se debate por obtener la resonancia que le permita incidir en la toma de decisiones.
Chile: ¿Desastre natural o desastre social?
Chile hizo agua y apareció el barro, el lodo y el material tóxico…. ¿De qué estamos hablando? ¿De la lluvia en el desierto?, ¿De las “externalidades negativas” de una promisoria economía? o ¿Del lado oscuro de “respetables políticos” y “exitosos empresarios”? Para quienes somos realmente sistémicos (porque vemos el mundo como sistema y no porque adscribimos al actual modelo de desarrollo que nos rige), estamos hablando de todo a la vez, porque todo se relaciona entre sí. Pero… ¿qué tienen que ver los desastres naturales con la economía y la corrupción?
La mayoría de los llamados “desastres naturales” no son tales, más aún en el caso de fenómenos meteorológicos. Si bien los desastres se producen porque hay un detonador que libera la energía potencial que puede almacenar un sistema natural, la energía liberada sólo será destructiva, si existe población e infraestructura vulnerables a las cuales afectar. Cabe agregar, que –frente al cambio climático- tales detonadores tienen cada vez más su origen en condiciones meteorológicas inducidas por el ser humano, siendo más frecuentes y de mayor fuerza que antaño. Aun así, no hemos hecho nada para reducir la vulnerabilidad frente a dichos fenómenos: seguimos desafiando a la naturaleza pavimentando los lechos de los ríos, desplazando las viviendas de los pobres a las quebradas, e ignorando la posibilidad de reducir el impacto de las potenciales fuerzas destructivas a través de protecciones como barreras naturales o artificiales, desagües para las aguas lluvias, etc. Una vez que se desencadena el desastre, tampoco hay preparación para reaccionar y reducir su impacto, en tanto el restablecimiento de las condiciones esenciales de subsistencia es lento, genera heroicas pero innecesarias nuevas muertes, gatilla epidemias, profundiza la vulnerabilidad de la población y agudiza los desequilibrios sociales. La reconstrucción, siempre lenta y cuestionable, suele reproducir las condiciones de exposición a las amenazas y vulnerabilidad de la población.
Pero, ¿por qué no hacemos nada para reducir estos riesgos? Reducir los riesgos implica básicamente dos cosas: planificación de largo plazo e inversión. Cuando hablamos de “largo plazo” estamos considerando como referencia los tiempos de la economía, pero no los de la naturaleza. Los tiempos de la economía y la naturaleza son distintos y lo que es “largo plazo” para la economía, son plazos muy breves para la naturaleza, más aún cuando los ciclos de ésta son alterados por la acción humana, como es el caso del calentamiento global de océanos y atmósfera, que reduce el tiempo entre eventos meteorológicos extremos, que actúan como detonantes para la ocurrencia de desastres. Entonces, si sabemos que tales eventos ocurren con una periodicidad de 20 o 30 años, debemos prepararnos para reducir la vulnerabilidad de la población y la infraestructura, buscando localizaciones menos expuestas a las amenazas, reguladas a través de instrumentos de planificación territorial, que no sólo tengan efecto sobre las áreas urbanas, sino sobre la totalidad del territorio. La infraestructura que inevitablemente se ha de emplazar en zonas de riesgo, debe considerar estructuras de defensa y mitigación diseñadas para eventos realmente extremos y no para aquéllos que se desarrollan en rangos normales. Sin embargo, no es parte de nuestro modelo económico de libre mercado “planificar”, ni tampoco invertir recursos de aprovechamiento incierto en el corto plazo, que sólo reducen la rentabilidad de quien invierte. Asimismo, prevenir los riesgos que provocan los depósitos de residuos tóxicos de la minería no resulta rentable y es mejor considerarlos como una “externalidad negativa” de esta actividad.
Entonces, la economía sí importa, porque según el modelo que utilicemos, será más apropiado o no planificar e invertir en la prevención y reducción de riesgos de desastre y, claramente, nuestro actual modelo económico no propicia lo anterior. Por el contrario, el modelo favorece la “libertad individual” (de quien posee recursos financieros), la priorización –ante todo- de la rentabilidad privada y la ganancia excesiva (lucro), en desmedro del bien común. Ello determina que, por ejemplo, no se realicen obras de protección o éstas resulten insuficientes, y la población vulnerable sea desplazada a los suelos más baratos, pero también más expuestos a los riesgos. Si a lo anterior se suma la acción o inacción de políticos corruptos, más preocupados de sí mismos y de lograr ganancias materiales en el corto plazo, que de velar por los intereses comunitarios de largo plazo, resulta evidente la relación entre desastres, economía y corrupción.
Chile en el (des) concierto de las naciones
Mediados de Abril de 2015, cerca de 30º C en Santiago y ni una gota de lluvia. La isoterma 0 (o punto de nivación, donde la lluvia se transforma en nieve) ha subido entre 1500 y 2000 metros en la cordillera. Cuando llueva, ya no habrá “el embalse natural de altura” (que es la nieve) y las precipitaciones -que además aumentan en intensidad- caerán sobre tierras erosionadas y desprotegidas, produciendo aluviones, deslizamientos de tierra, inundaciones… El año 2014 fue, globalmente, el más cálido del que se tenga noticia. Pero, además, fue el 12º más cálido sucesivamente. La concentración de CO2 en la atmósfera alcanzó por primera vez 400 ppm , en febrero 2015. La evidencia científica demuestra, sin lugar a equívocos, que el cambio climático ha llegado y que afecta fundamentalmente los ciclos hidrológicos y de precipitaciones, provocando episodios desastrosos, principalmente para los más pobres. La mayor ocurrencia de eventos extremos y la evidencia científica de su vinculación con el cambio climático (IPCC, AR5 2014), ha llevado a la comunidad internacional y sus organismos representativos (CMNUCC), a desarrollar herramientas de acción que permiten a los países enfrentar pérdidas y costos. Sin embargo, los esfuerzos se han demostrado insuficientes y, en muchos casos, han contado con la persistente oposición real de los países desarrollados, principales emisores de Gases Efecto Invernadero (GEI).
El llamado a equilibrar los esfuerzos entre mitigación y adaptación, debe traducirse en un esfuerzo conjunto que permita aunar voluntades de política pública y privada, y se traduzca en un Nuevo Acuerdo que suceda al Protocolo de Kyoto, en Paris el 2015. Es necesario avanzar en la concreción de un Plan Nacional de Adaptación y fortalecer nuestra presencia internacional.
Por un camino de respuestas como Estado
Un plan de navegación debe establecer con claridad los diagnósticos que sustentan ajustes en política y hacer un pronto llamado participativo a todos los actores para considerar la apertura de nuevos escenarios, que vinculen coherentemente los mecanismos y herramientas internacionales con la realidad y nuestra voluntad política de equidad en un mundo de eventos extremos.
Es urgente el análisis crítico de nuestros compromisos a nivel internacional y asumir liderazgo en la construcción de un Plan Nacional de Adaptación, que significará la búsqueda de equilibrios entre los esfuerzos orientados a la mitigación y aquéllos que, orientados a la adaptación, establezcan sectorialmente, diagnósticos de impacto y medidas de adecuación, fortaleciendo nuestra voluntad política de lograr posiciones de consenso, para avanzar con la velocidad que el diagnóstico científico requiere.
Consolidar posiciones efectivas para hacer frente al cambio climático y posibilitar que Chile tenga una posición comprometida y coherente en COP21 (Paris 2015), resulta una necesidad insoslayable. Probablemente, debiéramos hacer causa común con los países “menos desarrollados”, que –como nosotros- sufren los embates de un cambio climático que no han provocado, y exigir la implementación de mecanismos de retribuciones de “deuda histórica”, que nos permitieran generar políticas efectivas de adaptación e ir en ayuda de nuestras víctimas.