Normalmente, gobernar es defraudar. Con los gobiernos de la Concertación – sumado el de Sebastián Piñera – estábamos acostumbrados a que el programa de campaña y de gobierno era muy distinto a su cumplimiento: Aylwin, Frei Ruiz-Tagle, Lagos y Bachelet – en su primer período – y, posteriormente Piñera, no hicieron otra cosa que continuar el legado de Pinochet, por consiguiente, no estaba en el horizonte de la ciudadanía el perles cuentas del cumplimiento de las promesas.
Me parece una buena costumbre fijar, como lo hizo Bachelet tanto en su campañas, como en los inicios de su gobierno, en este caso, 56 medidas que debieran cumplirse en los primeros cien días y que su implementación pudiera ser evaluada por la ciudadanía, incluso, a través de las redes sociales – mejor aún hubiera sido que su incumplimiento obligara a un plebiscito revocatorio del mandato -.
Personalmente, soy crítico de la teoría fiduciaria de la representación, que permite al representante actuar sin ningún control de quienes, en realidad, detentan el poder, los ciudadanos; en este sentido, soy partidario rousseauniano de “mandato explícito”, es decir, que el representante debe cumplir las órdenes de sus electores. También estoy en total desacuerdo con quienes proponen la reelección de presidente de la república para dos períodos sucesivos; es más, si un mandatario no cumple con su programa en los primeros cien días, no lo hará en el resto del período de su gobierno.
La discusión de que la Presidenta Bachelet ha cumplido, hasta ahora, con el 91% de las medidas propuestas, o como lo sostiene la Fundación Ciudadano Inteligente, que le da una cifra del 71%, esa diferencia no tiene nada de baladí, pues la metodología para medir el cumplimiento es diferente y, lógicamente, el gobierno, por lógica, tiene mucho de autocomplaciente. En todo caso, a mi parecer, es el control de los ciudadanos sobre quienes detentan el poder que ellos mismos les han conferido, lo fundamental de este positivo proceso.
Más allá de marcar – como en test – las tareas cumplidas, es necesario visualizar las características e impacto de las políticas públicas y sociales de estos primeros cien días de gobierno. El talón de Aquiles de Bachelet y su equipo ministerial es su desconfianza y/o incapacidad para incorporar a los sectores sociales a las tareas y proyectos de gobierno, pues actúan como en el despotismo ilustrado, es decir, “todo para el pueblo, pero sin el pueblo” – no en vano, Michelle Bachelet tiene un parecido con la zarina Catalina de Rusia o con la reina Victoria -.
En la trascendental reforma educacional, por ejemplo, los agentes fundamentales, como los profesores – hoy pie de huelga por su no inclusión el debate sobre el proceso de cambio en la educación – y los estudiantes, que han manifestado públicamente su rechazo a esta política de marginación en la toma de decisiones del proyecto de ley, por parte del ministro del ramo. El gran error del gobierno, en esta materia, es que los proyectos han sido presentados al congreso en forma parcelada y no con un sentido de totalidad, como lo quieren los profesores y, sobre todo, que aún no se visualiza un proyecto que refuerza la educación pública. Cuesta captar por dónde se encamina la política del ministro de Educación.
Con relación a la reforma tributaria, el gobierno no ha acogido, por ejemplo, el rico aporte de Marco Enríquez-Ominami y de la Fundación Progresa, en el sentido de que la recaudación de US 8.200 millones es, a todas luces, insuficiente para cumplir a cabalidad las tareas que se propuso el gobierno de la Nueva Mayoría, y que, como mínimo, se requiera una cifra US 13.000 millones, que podrían recaudarse si a las medidas propuestas se suma un impuesto del 1% a la ganancia financiera de más de un millón de dólares, como también tributos a la minería, que aún no ha sido incluida en el proyecto de ley.
Sobre el tema previsional, Bachelet no ha querido escuchar a especialistas de calidad, como Manuel Riesco y Ricardo Hormazábal, por el solo hecho de ser partidarios del sistema de repartos.
En estos primeros cien días de gobierno se ha marcado la clásica tendencia de la Concertación: prescindir de los movimientos sociales.