Columna | Los silencios de Su Majestad. La asamblea Constituyente

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En Chile no manda ni la reina, ni el parlamento, ni siquiera, el Banco Central, mucho menos la soberanía popular: el único cuerpo colegiado que detenta todo el poder es el Tribunal Constitucional, que no es una invención de Augusto Pinochet y sus secuaces, sino del mismísimo Presidente Eduardo Frei Montalva – hasta el primer magistrado de la nación podría ser acusado constitucionalmente -. Los miembros de ese Tribunal son completamente irresponsables políticamente y sus fallos inapelables, en consecuencia, cuentan con más poder que los mismos Tribunales de Justicia, cuyos fallos pueden ser impugnados sobre la base de recursos de casación e inaplicabilidad. Si se realizara una encuesta, estoy seguro de que el 99.9% de los ciudadanos no conoce a ninguno de estos “dueños” de Chile, menos sus funciones autocráticas, más poderosas que las de los cinco millonarios más poderosos del país.

“El problema de Chile no es la economía, sino el poder” – como lo sostenemos Marco Enríquez-Ominami y yo – por consiguiente, el Tribunal Constitucional es, de lejos, el único detentor del poder. El profesor Fernando Atria habla de “los candados” de la Constitución de 1980: los altos quórum en las Leyes Orgánicas y del carácter pétreo de esta ilegal, a todas luces, Carta Magna, que aun cuando se eliminaran todos ellos, si continúa el Tribunal Constitucional en su composición y funciones, esta Constitución continuaría siendo ilegítima.

Supongamos que una combinación política – como ocurre esta vez con la Nueva Mayoría – que cuenta con predominio en el Congreso y en el Ejecutivo y, además, logra superar todos los quórum exigidos para aprobar las leyes orgánicas, bastaría que un diputado o un conjunto de ellos presentara un recurso ante el Tribunal Constitucional para paralizar el todo o una parte de la ley aprobada por los dos poderes del Estado – Ejecutivo y Legislativo -.
El recurso de inconstitucionalidad es un veto absoluto e inapelable ante cualquier proyecto de ley, por consiguiente, esta bestia apocalíptica, mucho más poderosa que el Leviatán, puede paralizar los demás poderes del Estado e, incluso, crear un conflicto de ingobernabilidad.

Me da la impresión de que la Presidenta Bachelet, en el torbellino de proyectos presentados al Parlamento, no alcanza a visualizar que bastaría una impugnación, en este caso de los parlamentarios de la derecha, para impedir la promulgación de los proyectos emblemáticos de reformas tributaria, educación y políticas; ni siquiera es necesario impugnar toda la ley aprobada, pues bastaría con un recurso de inconstitucionalidad sobre puntos centrales de esas reformas para obligar a la mandataria y al congreso a gobernar y legislar a favor de la minoría o, al menos, limitarse a administrar el sistema existente – como lo hicieron los traidores gobiernos de la Concertación -.

El Tribunal Constitucional, sobre la base de sus fallos puede, en propiedad, obligar a volver a la “democracia de los acuerdos” y al perfecto empate entre las fuerzas duopólicas – si a este maremagno lo llaman democracia, a mí que me revisen -; incluso, en las monarquías absolutas existía más respeto por los vasallos que el que existe hoy en Chile. Estos siete prohombres desconocidos que integran el Tribunal Constitucional pueden reírse a carcajadas de la soberanía popular, del Ejecutivo y del Congreso.

A mi manera de ver, la Presidenta Bachelet está cometiendo un gran error al no dar la importancia debida a la Asamblea Constituyente, el único cuerpo colegiado que podría, legítimamente, proponer y redactar una nueva Carta Magna, que sería refrendada por los ciudadanos mediante un plebiscito. El Congreso binominal actual carece de legitimidad debido a la forma en que ha sido elegido y, sobre todo, por el rechazo mayoritario de la ciudadanía, que considera a los padres conscriptos unos aprovechadores del erario público y unos flojos e inútiles.

Será el transcurso de los acontecimientos los que harán ver con claridad a la primera mandataria la necesidad de convocar a un plebiscito, a fin de convocar a una Asamblea Constituyente. Este aprendizaje de la experiencia podría llegar más temprano que tarde, cuando el Tribunal Constitucional paralice las leyes, aprobadas por el Congreso.

Rafael Luis Gumucio Rivas
23/05/2014