La propuesta del gobierno con respecto a la inscripción automática y el voto voluntario es expresión de un anhelo nacional para depurar y ennoblecer la política y ampliar la participación popular en los procesos electorales. Es evidente que de haber sido promulgada esta reforma antes de las últimas elecciones presidenciales su resultado hubiera sido muy distinto: es probable que si el padrón electoral hubiera aumentado de ocho millones a cerca de doce millones de electores, la fuerza política que representé en la primera vuelta de 2009 hubiera pasado, sin duda, a la segunda vuelta y, por qué no, triunfado contra el bipolio, representado por los conservadores de izquierda y de derecha. La mayoría de jóvenes, durante los últimos veinte años, han sido marginados de los procesos políticos por una casta, ya caduca, que quiere conservar el poder a toda costa.
Es cierto que el la inscripción automática y el voto voluntario representan un gran avance respecto a un sistema político que ya mostraba síntomas de grave deterioro de las instituciones democráticas, sin embargo, la reforma propuesta por el presidente de la república tiene varias limitantes cuando se refiere al voto de los chilenos en el extranjero: exige una vaga conexión con el país, lo cual constituye una discriminación, que atropellaría la igualdad ante la ley, asegurada en la Constitución; por otro lado, el solo hecho de sufragar sería una prueba contundente de compromiso y lazos indisolubles con la sociedad chilena. En la mayoría de los países del mundo los ciudadanos residentes en el extranjero tienen derecho a ser partícipes en la elección de las autoridades.
En mi programa de gobierno, propuesto a la ciudadanía en las elecciones pasadas, planteé una serie de reformas políticas que conducirían a una democracia de amplia participación popular: junto la inscripción automática, el voto voluntario y el sufragio chileno en el extranjero, sin ninguna limitante proponía, derechamente, cambiar el régimen político monárquico presidencial por un sistema semiparlamentario, con un presidente de la república y un primer ministro, que respondiera políticamente ante una asamblea unicameral. Mi programa incluía, también, elementos de democracia directa, que existen en todos los sistemas políticos avanzados para resolver la marcha del país, por medio de plebiscitos nacionales, regionales y comunales, así como la elección directa de intendentes y consejeros regionales. Todos los cargos de representación popular podían ser revocados por los ciudadanos.
Un aspecto muy central de mi programa consistía en, lo que yo llamo, el federalismo atenuado, es decir, una participación fundamental de las regiones en la construcción de la sociedad democrática chilena, dando poderes en lo económico, político y social a intendentes, consejeros regionales, alcaldes y concejales, y el fortalecimiento de una amplia red de organizaciones de la sociedad civil. El último terremoto y tsunami demostró que la centralización de poderes es completamente incapaz, no sólo para enfrentar la emergencia, sino que, lo más grave, su inopia para reconstruir ciudades y regiones.
Hay consenso nacional en el sentido de que el sistema chileno de partidos políticos, surgidos en la guerra fría o el clivage entre autoritarismo y democracia, está completamente obsoleto: se han alejado de los ciudadanos, transformándose en “club de amigos”, “grupos parasitarios del poder” y, lo que es peor, en agencias de empleos para los incondicionales, que se reparten el Estado, como si fuera el Manto Sagrado.
El proyecto presentado por el gobierno incluye primarias, pero sólo serán voluntarias, pudiendo ser limitadas al solo padrón electoral de los partidos políticos, lo que serviría para simular una participación democrática. Propongo que todos los cargos que emanen de la soberanía popular sean elegidos en primarias abiertas y controladas por el Servicio Electoral, así como una nueva ley de partidos políticos, que garanticen su transparencia y aseguren la democracia interna.
Como la mayoría de las propuestas del gobierno actual, muchas de ellas, espero, bien intencionadas, se quedan en la mitad de camino; es necesario – y formó parte de mi programa de gobierno – el aumento de impuesto a la ganancia de las empresas, un royalty que, al menos, se acercara al de otros países propietarios de materias primas – considérese que, en la actualidad, el gobierno de Australia quiere cobrar a la minería el 50% por este concepto; este es el mismo país de la empresa que explota La Escondida – mi programa proponía un 8%. Como la idea de aumentar los impuestos es una verdadera herejía para los neoliberales, el programa de Sebastián Piñera limita, en el tiempo, las imposiciones a la ganancia de las empresas que, al final, terminan casi en el mismo 17% a lo largo de tres años.
Estas reformas con gusto a poco deben ser aprovechadas para animar un debate profundo sobre la calidad de la democracia y la inequidad en el reparto de las cargas públicas.